Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,
y en tu nada recoge estas mis quejas,
Tú que a los pobres hombres nunca dejas
sin consuelo de engaño. No resistes
a nuestro ruego y nuestro anhelo vistes.
Cuando Tú de mi mente más te alejas,
más recuerdo las plácidas consejas
con que mi ama endulzóme noches tristes.
¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
que no eres sino Idea; es muy angosta
la realidad por mucho que se expande
para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
Dios no existente, pues si Tú existieras
existiría yo también de veras.
Este soneto pertenece a Miguel de Unamuno, ensayista de la Generación del 98. En la obra de este escritor cumple un papel fundamental la figura de Dios, reflejando en muchos de sus poemas las dudas que forman parte de nuestra vida diaria acerca de la creencia en Dios. Unamuno se considera ateo no por no creer en Dios, sino por dudar de su existencia. Sin embargo, en gran parte de su obra reconoce que por mucho que la duda intente dominarlo una parte de él siempre será fiel a su Dios, y que sin Él estaría perdido. Miguel de Unamuno utiliza con delicadeza la mezcla de poesía y filosofía para demostrar su agonía sobre el hombre y Dios.
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